EL CIELO
El CIELO ES EL ESTADO ESCATOLÓGICO DEFINITIVO DE PERTENENCIA A DIOS.
El cielo es ‘ver a Dios’
Morir sin mancha alguna de pecado y libres de cualquier afecto al margen de Dios, nos permitirá pasar de la agonía y la muerte al inefable gozo del encuentro. Entonces veremos a Dios. Mox post mortem, es la frase de la Iglesia, inmediatamente después de la muerte, veremos a Dios.
La escolástica designa ese ‘ver a Dios’ con el término Visión beatífica. Es un término escueto, pero que sin embargo designa una realidad tan esplendorosa que sobrepasa cualquier imaginación o descripción humana.
Esa expresión significa “Ver a Dios”, pero un ver amoroso, como explica Cabodevilla: Según los tomistas, la bienaventuranza consiste en la visión beatífica.
Pero hay diferentes modos de ver. No es lo mismo ver un objeto que ver el rostro de una persona amada. Cuando contemplamos una joya, una porcelana o una obra de arte, tras un tiempo de admiración nuestra curiosidad queda satisfecha y pasamos a otra cosa. Después de haber visto mil veces el rostro amado, seguimos deseando verlo de nuevo.
El rostro de Dios no es solamente un rostro amado, es también infinitamente amable e infinitamente insondable1.
En este punto tendremos que detenernos para aclarar un posible equívoco. El cielo no es un lugar. El cielo es un encuentro, un encuentro de personas que se aman. En el marco de la Revelación –explica el papa Juan Pablo II- sabemos que ‘el cielo’ o la ‘bienaventuranza’ en la que nos encontraremos no es (...) un lugar físico entre las nubes, SINO UNA RELACIÓN VIVA Y PERSONAL con la Santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo2.
Muéstrame tu rostro, pidió Moisés a Dios3. Expresaba así una íntima aspiración que recorre todo el Antiguo Testamento, el deseo más hondo y repetido. Cuando recita los salmos, el orante suplica una y otra vez al Señor poder contemplar “la luz de su semblante”. Job recalca: quiere ver a Dios con los propios ojos4. En el Evangelio, el apóstol Felipe implora a Cristo: Muéstranos al Padre y eso nos basta5.
Ni el cielo ni ninguno de los otros estados escatológicos son, pues, lugares a donde el hombre irá en el futuro. Urs von Balthasar recordaba la frase lapidaria de san Agustín: Sea Él mismo (Dios), después de esta vida, vuestro sitio6, y a continuación la comentaba con estas palabras: Dios es el ‘novísimo’ de la criatura. En cuanto alcanzado es cielo; en cuanto perdido, infierno; en cuanto discierne, juicio; en cuanto purifica, purgatorio. Él es aquello en lo que lo finito muere, y por lo que a Él y en Él resucita. Él es como se vuelve al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo que es la manifestación de Dios y también la suma de los ‘novísimos’7. Resultará por ello más preciso, al hablar de estos eventos, hacerlo en singular (esjatón) que en plural (esjatá). Un único novísimo, pues es único el referente: Jesucristo.
Pero, ¿qué es en realidad ‘ver a Dios’? En el lenguaje bíblico, ver es sinónimo de poseer. Ver a Dios significa recibirlo o, mejor, ser recibidos por Él, ser introducidos en el mismo Dios: “La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se puedan concebir”8. Estamos haciendo sucesivas aproximaciones a la comprensión (hasta donde es posible para nuestra finitud) de lo que es el cielo, de lo que supone la visión beatífica.
Podemos ya ahora extraer una maravillosa consecuencia: que la visión beatífica no se reduce a la mera visión intelectual de la esencia divina, sino que en realidad es una verdadera posesión de ella por el amor.
La penetración que puede lograr el amor siempre llega más allá de la aproximación realizada por la inteligencia, porque el amor es fuerza unitiva: busca apropiarse de lo que se ama. En el lenguaje coloquial lo expresamos, por ejemplo, al decir que la madre que contempla a su pequeño se lo come con los ojos. Por eso la contemplación de Dios es un mirar posesivo, es decir, una verdadera unión, y es por ello que, a través de la vida contemplativa que puede adquirirse en la tierra, el hombre logra aquí un adelanto del cielo: la universal llamada a la santidad es también -lo contrario sería absurdo- llamada universal a la contemplación9.
El Magisterio de la Iglesia lo explica en dos profundos puntos del Catecismo:
“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (I Jn 3, 2), cara a cara (cf. I Co 13, 12; Ap 22, 4):
“Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos... y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron...; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte... aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura” (Benedicto XII: DS 1000; cf. LG 49) (Catecismo, 1023)
“Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (Catecismo, 1024)
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