EL INFIERNO
EL ESTADO DEFINITIVO DE EXCLUSIÓN DE DIOS
Observemos la suerte del hombre que se ha escogido a sí mismo en lugar de a Dios, y ha muerto sin volver a Él; en una palabra, del que muere en pecado mortal. Al apartarse deliberadamente de Dios en esta vida, al morir sin el canal de unión con Él, se quedó cortada la comunicación. Ha decidido -él, no Dios- perderlo para siempre: su destino es ahí donde nadie ama; ahí donde no es posible amar.
Es ésta la primera idea clara que hemos de tener sobre el infierno: es el hombre quien elige el rechazo del amor: no se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida... es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se coloca definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida1.
En efecto: el infierno no es un castigo infligido desde el exterior sino un problema de ser o no ser. Lo que ahí se resuelve es un problema de ontología.
Si una rama está seca, será cortada y arrojada al fuego porque para nada sirve. No es utilizable: se trata, pues, de una cuestión de ser, no de moral. Resulta inútil reunir un tribunal para comprobar que una rama seca, una rama por la que no circula ya la savia, está muerta. Es una cuestión de hecho y no de derecho.
Martín Descalzo explica este sentido esencial de la salvación o la condenación, que va a la raíz de lo humano, definiéndolo: Cuando Cristo habla de salvación no habla de un premio que le venga al hombre desde fuera, como un acierto en la lotería; y cuando habla de condenación, no alude a algo que le llegue de fuera, como unos azotes. Salvación supone la realización total del hombre tal y como fue soñado por Dios; condenación es el fracaso del hombre como hombre, es su esencia malgastada, su naturaleza traicionada.
El hombre salvado, el hombre nuevo, no son otra cosa que el hombre plena y absolutamente realizado en todas sus posibilidades de hijo de Dios. La salvación es lo que da al mundo su valor absoluto, lo que realiza nuestras aspiraciones más profundas. Por eso dice Lucas que, con Jesús –que fue el hombre pleno porque fue la primera realización del Reino en este mundo-, comenzó una gran alegría para todos (Lc 2, 10). Con él descubríamos que el hombre no era ‘atrapado’ por Dios, que la fe no era una rebaja en nuestra condición humana, sino muy al contrario: el descubrimiento de su plenitud.
El infierno, a su vez, no era el espantapájaros manejado por Dios para tenernos a sus órdenes, sino el único rincón a donde Dios no llegaba, era el refugio donde los egoístas, temerosos de Dios, se arrojaban, lejos de él, convertidos en sus propios ídolos, en detritus de sí mismos2.
No nos queda sino afrontar esa realidad así, desnuda, porque es la verdad medular. La terrible e insoportable perspectiva de un destino interminable de castigo y sufrimiento nos resulta necesaria para evitar una visión desnaturalizada de la escatología cristiana. No podemos segmentar la propuesta de Dios: o la aceptamos en bloque o la rechazamos en bloque. Aquí no es válido mediatizar: si un hombre adopta una actitud irreductible de separación de Dios, el infierno no es sino una consecuencia de ello, es decir, de la elección de esa persona sobre su propio destino. Determinada a preferir su voluntad a la divina pretendiendo ponerse ella en lugar de su Creador, cae entonces en el peor de los engaños.
Para describir esta realidad, la Sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se va precisando progresivamente a medida que avanza la revelación divina.
En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por dicha Revelación. En efecto, entonces se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas3, una fosa de la que no se puede salir4, un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios5.
El Nuevo Testamento afirma múltiples veces la existencia del infierno: Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga6 reservado a los que, hasta el fin de su vida rehusan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo7. El Señor anuncia en términos graves que enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo8, y que pronunciará la condenación: ¡Alejaos de mí, malditos al fuego eterno!9.
Tales afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son una llamada a la responsabilidad con que debemos usar de nuestra libertad con relación a nuestro destino eterno. Son por ello también una apremiante llamada a la conversión: Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran10.
Santo Tomás de Aquino llega a decir, apoyándose en la Sagrada Escritura y en los Santos Padres, que la masa de los adultos se condena, por prestar oídos más a los reclamos de su soberbia y de su sensualidad que a la voz de su conciencia11. Presta oídos a su egoísmo cerrándolos a la voz del amor. El infierno no son los demás, como decía Sartre, el infierno ‘soy yo’ cuando me autoexcluyo, cuando me bloqueo al amor: El infierno no es otra cosa que la autonomía del hombre en rebelión que se excluye del sitio en que Dios está presente. La capacidad de rechazar a Dios es el punto más avanzado de la libertad humana; que es querida por Dios y, por tanto, sin límites. Dios no puede forzar a ningún ateo a amarlo y en esto consiste, apenas se tiene la valentía de decirlo, el infierno de su amor divino, la visión del hombre perdido en la noche de la soledad12.
Nos cuesta mucho pensar en el infierno. Una vía de aproximación es intentar pensar en él como en un reverso del cielo. De este modo, su descripción más justa respondería a una figura invertida, a una imagen en negativo. Si el cielo es descanso eterno, el infierno es tormento sin fin. Si el cielo es comunidad de amor, el infierno será soledad absoluta o compañía infame. Esencialmente el cielo consiste en vivir con Dios, y el infierno da comienzo cuando Dios pronuncia la sentencia: ‘Alejaos de mí’13; si el cielo es un banquete, el infierno consiste en ‘ser arrojado fuera’14. El cielo es el reino y el infierno es el espacio exterior, la ‘tiniebla exterior’15. Quedar fuera equivale a ‘perder la vida’16. En suma, el cielo es vida y el infierno es muerte17, muerte interminable.
Tomado de Cursos en linea www.encuentra.com
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